«Puzzle»
Los gemelos Kaulitz no eran jóvenes comunes, en lugar de pasar pegados a la pantalla del televisor, del computador o con video juegos, ellos preferían sentarse en el jardín de su casa y componer música. Bill era muy bueno cantando, mientras que su hermano Tom, disfrutaba de acompañar la melodiosa voz de su gemelo, rasgueando las cuerdas de su guitarra. Y juntos, trabajaban en las letras.
Quizás, la principal razón de esto, era la ausencia de sus padres. Gordon y Simone, eran los mejores abogados de una firma muy prestigiosa y estaban constantemente viajando por todo el país, resolviendo casos para compañías importantes.
Por lo tanto los gemelos quedaban a cargo de su querido abuelo Simone. Él se había encargado de compartir un antiguo hobby con sus nietos: los juegos de mesa. Por tanto, cuando los gemelos no estaban en la escuela o haciendo música, estaban en la sala de su casa, jugando damas, ajedrez, o armando puzles. Esa era la verdadera pasión de los jóvenes Kaulitz, tomar cientos de piezas y ver, como poco a poco, sus colores cobraban sentido, hasta convertirse en una bella imagen.
Simone se dio cuenta de esta pasión, cuando los chicos con sólo cinco años, juntaban las partes de un dibujo roto, hasta volver a componer su figura. El anciano compró un puzle para principiantes, de no más de diez piezas y se los obsequió. El brillo que iluminaba los ojos de los gemelos era hermoso y fue así que de las diez piezas, los nuevos puzles alcanzaban las mil, con paisajes complejos y con un alto grado de dificultad.
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Era invierno y los Kaulitz regresaron temprano a casa. Las clases se habían suspendido, pues comenzaría una tormenta de nieve que podría durar días y para evitar accidentes, los chicos fueron enviados de regreso a sus hogares.
Bill arrugó el ceño tras cortar una llamada telefónica—. No vendrán. Ninguno de los dos alcanzó a regresar —Gruñó.
—Era obvio, Bill —comentó Tom—, con esta tormenta tendrán todos los aeropuertos cerrados. —El pelinegro asintió, era cierto la mayoría de los viajes había sido cancelados—. Y ni siquiera el dinero haría que nuestros padres llegaran a tiempo.
—¿Y qué haremos? —Se sentó en el sofá y apoyó la cara en sus manos—. Nos aburriremos hasta morir.
—No seas dramático. —Rió el mayor, dándole una palmadita en el hombro.
—¿Por qué no arman un puzle? —Sugirió el abuelo, escuchando la conversación.
—Ya nos sabemos los que tenemos, al revés y a derecho —contestó el pelinegro, sin levantar la cabeza de sus manos. Hizo un puchero y Tom sonrió.
—Eres un bebé. —Bromeó.
—Tom —llamó el anciano—. Toma mi tarjeta y vayan a la tienda a comprar algo nuevo.
—No es necesario, abuelo —dijo el joven.
—Vamos, Bill tiene razón, podrían ser días y ni siquiera tendremos televisión. Nos vendrá bien algo de diversión. —Finalizó, sacando su tarjeta de crédito.
El pelinegro ya estaba de pie, con los ojitos brillantes, pensando en un nuevo desafío. Tom al verlo, simplemente saltó de su asiento y dijo.
—Abrígate, tendremos que ir rápido, antes de que empiece la tormenta.
En un dos por tres, los gemelos caminaban por las calles, dispuestos a comprar un nuevo y, de ser posible, gigantesco puzle. En la marcha, notaron que muchos locales comerciales ya estaban cerrados, probablemente para evitar quedar atrapados por el mal tiempo. Tom arrugó el ceño al ver que su local preferido tenía la señal “closed” colgado en la ventana de entrada.
—Mira, Tom —llamó su hermano, señalando con la mano un ventanal fuertemente iluminado—. ¿Vamos allá?
—Es la tienda de antigüedades. —Bill se encogió de hombros—. ¿Crees que encontremos algo de valor allí?
—Veamos.
Caminaron la corta distancia y entraron, haciendo sonar la campanita que se balanceaba en la puerta. Un hombre joven los saludó con la cabeza y agregó.
—No quiero sonar rudo, pero cerraremos pronto.
—Claro —respondió Tom, siguiendo a su hermano, quien parecía hipnotizado por una simple caja de madera—. ¿Viste algo interesante?
—Esto. —El chico cogió la cajita, que de cerca, parecía un cofre. La miró atentamente y al no encontrar ningún sello, abrió la tapa. Sonrió como si fuera el día de Navidad, había piezas de un puzle en su interior—. Aquí está, Tom. Nuestro nuevo desafío.
Tom lo vio con curiosidad y llevó a Bill con el cofre, hasta el mesón—. ¿Qué clase de puzle es este?
El hombre miró las piezas y arrugó el ceño—. La verdad es que hay muchas cosas aquí, que sólo son de colección, ni siquiera sé, si este puzle tiene todas sus partes —Movió la caja, para ver el fondo y volvió a arrugar el ceño—. Tampoco tiene la imagen que debes armar.
—Es una lástima —dijo Tom, viendo como el brillo en los ojos de su hermano, se apagaba—. ¿Y si me haces un descuento?
—Si soy sincero, nadie querría comprar un puzle, sin imagen e incompleto. Te lo daré a mitad de precio —dijo con una sonrisa.
En esos momentos, sonó un trueno muy potente y las luces del local, pestañaron. Los gemelos y el hombre miraron las lámparas titilar y luego…
¡Talán, Talán! Sonó una campanilla muy aguda. Los dos hermanos sintieron un escalofrío recorrerles la espalda.
—¡No lo compres! —dijo una voz temblorosa y rasposa.
—¿Abuelo, qué haces aquí? —El hombre salió del mostrador y procedió a cubrir con su propio abrigo, el cuerpo en pijama del viejo.
—¡No armen el puzle! —reiteró, pero ninguno le hizo caso.
Los chicos pagaron por su nuevo juguete y salieron felices del lugar, justo cuando la lluvia comenzaba a caer sobre la ciudad.
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Tiempo después los gemelos llegaron a casa, totalmente empapados, pero con una enorme sonrisa de satisfacción. Simone se complació al verlos y los llamó, pues tenía lista la cena.
Comieron platicando sobre los posibles daños que traería la tormenta, y asumiendo que sus padres tardarían por lo menos una semana en poder conseguir un vuelo de regreso. Cuando bebían un chocolate caliente, el abuelo les preguntó sobre el nuevo puzle, los Kaulitz estaban encantados por su compra, aunque tenían dudas sobre poder terminar la imagen por completo, ya que el puzle era una reliquia y no estaban seguros de lo que revelaría cuando lo armaran. Los gemelos prefirieron omitir el detalle del anciano de la tienda, que les advirtió que no compraran, ni armaran el rompecabezas.
Simone declinó la invitación a jugar con el nuevo desafío y se retiró a su cuarto a dormir. Tom miró la caja que estaba sobre la mesa de la sala, era como si lo llamara y Bill pudo percibir su ansiedad, soltó una risita nerviosa y dijo.
—¿Lo armamos?
—¡Por supuesto! —exclamó el mayor, saltando de su lugar, para coger el cofre y ponerlo sobre la alfombra.
El pelinegro lo ayudó a correr el sofá grande, con tal de tener el mayor espacio posible. Se sentó junto a su hermano y esparcieron las piezas sobre la gruesa tela de la alfombra. Tomó una en su mano y la observó con atención, arrugó el ceño y comentó.
—¿Ves lo brillante de sus colores?
Tom cogió una en sus manos y la miró con una sonrisa—. No parece ser una antigüedad, al contrario, sus colores son muy vivos.
—Demasiado, parecen fichas nuevas.
—Y ahora empieza lo bueno, Bill —Levantó las cejas y Bill asintió—. El verdadero desafío será ver qué imagen formaremos, no tenemos ninguna pista para orientarnos.
—Pero nosotros somos profesionales en esto, Tomi —afirmó para avivar su ego—. ¿Manos a la obra?
—¡Manos a la obra!
Cada uno comenzó a mirar los colores de las piezas de madera, y a juntarlos según ellos. De pronto el pelinegro sonrió levantando una de las fichas y estalló en risas—. Esta tiene los colores de tu jersey, Tom.
El mayor miró la pieza en las manos de su gemelo y achinó los ojos, era cierto, pero no le dio importancia, era sólo una coincidencia.
—Esta tiene el color de tu ropa —contra-atacó, pero el pelinegro le dio un golpecito en el hombro.
—Es negro, tonto. En cada uno de los puzles que hemos armado, hay fichas con ese color. El negro es un clásico.
Sin pensar demasiado en ello, los chicos volvieron a concentrarse en sus fichas y comenzaron a juntarlas una a una, buscando y removiendo, esperando que encajaran a la perfección y al estar así, mostraran algo que tuviera sentido.
—¿Qué clase de paisaje crees que nos muestre? —preguntó el mayor, juntando más fichas oscuras.
—No lo sé… aún —respondió el pelinegro, sin apartar la vista de su grupo de piezas de madera, sintiéndose un poco incómodo al asimilar lo que dejaba ver su imagen.
Tom siguió encajando las fichas, arrugó el ceño y ladeó la cabeza para tratar de enfocar mejor lo que estaba mostrando su parte del puzle, al no entender lo que veía, optó por desarmar todo lo que llevaba.
Cuando Bill vio que su hermano arrojaba las piezas, hizo lo mismo con las suyas.
—¿Qué te pasa? —preguntó el menor, con una sonrisa.
—Lo mismo que tú —respondió Tom—. Empiezo de nuevo.
—¿Cambiamos?
—Bueno —Bill se puso de pie, mientras el mayor gateaba hasta el otro lugar de la alfombra.
Empezaron nuevamente a unir las piezas de madera, guiados por su instinto y los colores de ellas y esta vez, con mucha más rapidez, las imágenes comenzaron a tomar forma. Pero a diferencia de la vez anterior, los gemelos no se detuvieron, no titubearon. Algo en su interior les impulsaba a seguir, debían descubrir por sí mismos qué era lo que mostraría el puzle, a qué les llevaría.
Una voz en el interior de su mente les indicaba que debían recordar la advertencia del anciano de la tienda, que debían detenerse, antes de que vieran algo que no debían, antes de que fuera demasiado tarde. Pero a la vez, la ansiedad que hacía latir sus corazones con fuerzas, les decía que YA ERA demasiado tarde.
La imagen de su adorado Scotty apareció en las piezas frente a Bill y, en esos precisos momentos, el can ladró fuera, en el jardín. El pelinegro se estremeció.
—¿Tom? —Bill se puso de pie, temblando.
—¿Estás bien?
—Creo que no.
Tom se levantó también y miró desde esa altura, los dos grupos de imágenes. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Instintivamente estiró la mano, para coger la de su hermano y la apretó, cuando las luces se apagaron.
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Una semana después, un vehículo se estacionaba frente a la casa de los Kaulitz, Simone y Gordon bajaron de él con una sonrisa, estaban felices de disfrutar un par de días con sus hijos.
—¿Trajiste sus regalos? —preguntó la mujer, sacando las llaves de su bolso.
—Te aseguro que amarán sus nuevos puzles.
Simone abrió la puerta y arrugó la nariz—. ¡Qué asco!
—Hola —llamó el hombre en voz alta. Se cubrió la nariz con un pañuelo y caminó hasta la sala—. ¡¿Qué rayos es esto?!
Su mujer caminó hasta él y bajó la mirada, para ver qué lo tenía así de impávido. Al descubrirlo, ella misma abrió los ojos grandemente y sintió que no sólo el olor le provocaba nauseas.
—¡Es una broma de muy mal gusto! —Gritó la mujer, esperando que sus hijos salieran de dónde estaban escondidos y les abrazaran, alegando que sólo querían asustarlos.
—¡Bill, Tom! —Gritó Gordon, preocupado y caminó rápidamente a la cocina. Al llegar ahí, simplemente giró hacia un lado y vomitó, exageradamente.
—¿Gordon?
—¡No vengas! —Gritó—. ¡Llama a la policía!
—¿Qué pasa? ¿Y mis hijos? —La mujer, no resistió y entró al lugar, pasando a su marido, que seguía vaciando su estómago—. ¡Oh, Dios mío! —Gritó y cayó de rodillas en un charco de sangre.
Allí, en su propia cocina, sus hermosos hijos gemelos, yacían muertos y no sólo eso, estaban mutilados, tal como mostraba la terrorífica imagen del puzle de la sala.
—¡Oh, Dios mío! —repitió Simone—. ¡Mis niños!
Gordon regresó a la alfombra y comprobó que Bill y Tom, no eran los únicos en la imagen. Simone y Scotty, también formaban parte del macabro conjunto de piezas de madera.
& FIN &
Esta leyenda sí tenía elementos sobrenaturales, ya que al parecer el puzle estaba maldito. Pobres chicos, en esta ocasión no fueron ellos los asesinos, sino más bien, las víctimas. Espero les haya gustado y comenten.
Y las invito, si tienen alguna leyenda urbana de su ciudad que quieran compartir conmigo, se contactan por medio de un mensaje y ahí nos ponemos de acuerdo. Besos y mil gracias por su visita.